sábado, 3 de octubre de 2009

Henry Every


El capitán John Avery, alias Henry Every, alias Bridgman, era en cierto modo el más popular de los piratas, y al igual que todos los personajes populares, conocido bajo un apodo, el de Long Ben. Algunos de sus admiradores describieron a este héroe como flor y parangón de todos los marinos arrogantes; otros le bautizaron El Superpirata. Han sido publicadas muchísimas Vidas de Avery. Defoe le escogió por héroe en su:

Vida, Aventuras y Piraterías del Capitán Singleton

Avery nació allá por el año 1665 en los aledaños de Plymouth. Fue destinado muy joven a la marinería. Después de haber servido a bordo de un mercante y hecho varios viajes, fue nombrado primer oficial de un corsario armado, el Duke, a las órdenes de un tal capitán Gibson. Cierto día, el Duke salió de Bristol rumbo a Cádiz, contratado por el gobierno español para hostigar en las Antillas a los piratas franceses. Llegado a aquel puerto, hubo de permanecer largo rato anclado en la rada esperando órdenes, y los marinos no tenían con qué ocupar su ocio. Entonces Avery comenzó hacer a la tripulación proposiciones insinuantes, y al encontrar numerosos voluntarios, complotó un motín. El capitán y algunos otros hombres renuentes a adherirse a la empresa, fueron bajados a un bote y llevados a tierra, en tanto que el Duke, rebautizado lealmente con el nombre de Carlos II, se hizo a la mar bajo el mando de Avery.

Su primera acción fue una visita a la isla de Mayo, donde se apoderaron del gobernador portugués, al que guardaron como rehén hasta haber terminado el aprovisionamiento del barco. Después, se dirigieron hacia Guinea, capturando de paso tres mercantes ingleses. Luego de robar oro y algunos negros en la costa de Guinea, doblaron el Cabo de Buena Esperanza e hicieron escala en Madagascar. De ahí navegaron hacia el Mar Rojo, con la intención de acechar la flota de Moca, cuyo regreso era esperado.

La flota no tardó en aparecer, y el capitán Avery, eligiendo el barco más grande, entabló combate. Al cabo de dos horas, el adversario arrió los colores. Era el Gunsway, propiedad del mismo Gran Mogol, y su captura valió a los piratas cien mil duros, más un número igual de cequíes. También cayeron en sus manos algunos altos dignatarios de la corte del Mogol, que regresaban de una peregrinación a la Meca. Con este motivo se formó la leyenda de que entre los cautivos se encontraba la hermosa hija del Gran Mogol; que Avery la condujo a Madagascar; que allí se casó con ella, y que desde entonces llevó una existencia principesca.

Aunque la historia de la bella princesa no sea sino fruto de la imaginación e inventada para satisfacer a los lectores de los innumerables libretines que decantaban las hazañas de Avery, no por eso es menos cierto que los piratas se apoderaron de un botín espléndido.

Consecuencia imprevista de aquel feliz golpe de mano fue que el Gran Mogol, tlrémulo de ira ante tamaño ultraje. amenazó vengarse en la Compañía de las Indias Orientales, barriendo de la tierra sus establecimientos. La urgente llamada de auxilio de la Compañía al gobierno británico llevó a la horca a no pocos piratas; mas Avery estaba destinado a terminar sus días de una manera menos sensacional.

No se volvió a oír hablar de él hasta su llegada a Boston, en 1696, que es cuando según parece sobornó al gobernador, obteniendo así que le dejasen entrar tranquilamente con su botín. No se quedó largo rato en Boston, sino que a poco tiempo se hizo a la vela rumbo al Norte de irlanda, donde vendió su cúter. El grupo se dispersó, yéndose cada cual por su lado con su parte del botín. Avery intentó desembarazarse en Dublin de algunos de sus diamantes, pero no lo logró, y esperando realizar tal transacción con mayor facilidad en Inglaterra, se dirigió a Bideford, en Devon. Allí vivió apaciblemente bajo un nombre falso, entrando, por conducto de un amigo suyo, en comunicación con ciertos mercaderes de Bristol. Estos vinieron a verle, aceptaron sus diamantes, le dieron un puñado de guineas para sus necesidades inmediatas y regresaron a Bristol, después de haber prometido enviarle el precio en cuanto vendiesen las piedras.

Transcurría el tiempo y Avery no recibió de los joyeros de Bristol ni noticias, ni dinero, de suerte que comenzó a sospechar que había piratas de tierra firme lo mismo que del mar. Sus frecuentes misivas a los negociantes le valieron a lo sumo el envío de un par de chelines, gastados inmediatamente para satisfacer las más sencillas necesidadas de la vida. Al fin, desesperada ya su situación, Avery cayó enfermo y murió, sin poseer siquiera la suma necesaria para la compra de su féretro. Así acabó Avery, el Gran Pirata, cuyo nombre era célebre en toda Europa y América y que creíase llevaba una vida de soberano en su palacio de Madagascar, cuando vegetaba oculto y hambriento en una choza de Bideford.

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